lunes, 9 de febrero de 2009

Testigo de la hermosura 20: punto y aparte

-Nos vamos a pasar la noche follando- afirmaba inconscientemente Oriol, sentado frente a Jordi en un rincón de la sala de juegos.

El bello nadador no le hacia mucho caso. Su mirada se perdía en el fondo de la pantalla del televisor. Ray manipulaba con gran dominio una máquina tragaperras mientras yo recogía los envases de las cervezas que habíamos tomado.

La languidez se había apoderado de nosotros tras una opípara cena. La sombra de la despedida merodeaba sobre nuestras cabezas, y todos intentábamos alejarla fingiendo optimismo.

-¿Cómo lo arreglaremos? –inquirió Jordi, de repente.

-¿Qué hay que arreglar? –pregunté.

-Lo de esta noche. Nos hemos quedado sin la habitación de Lalo.

Sólo escuchar el mágico nombre de nuestro compañero de fatigas Oriol lanzó un suspiro. Yo no pude esconder mi preocupación.

-No ha llamado todavía. Ni siquiera ha mandado un mensaje.

-Llámalo tú –intervino Ray, atento a la conversación a pesar de todo.

Agarré el móvil y marqué su número. Ya lo había intentado cuatro veces antes de aquella. El mismo resultado. Sin respuesta.

A última hora de la tarde se había nublado el cielo. Ya sólo faltaba que el clima también se pusiera mortuorio.

Seguía haciendo calor, pero se había levantado un viento algo molesto. Entraron tres personas a la sala. Jordi me hizo un gesto imperceptible señalando al enano. Ya sabía lo que quería decir. Le indiqué que no se preocupase. Salí al vestíbulo. Mi hermana recogía sus cosas y se disponía a pasar por la cocina. Habían encargado dos docenas de picnic para el día siguiente. Le comuniqué mi preocupación y me respondió con una sonrisa y una llave. La miré y se me contagió la sonrisa. Los niños estarían contentos.

Lancé la llave sobre la mesa. Jordi protestó con un gesto mi falta de discreción. Volvió a señalar al pequeño. A mí no me preocupaba el pequeño. Había llegado la hora de hablarle claro.

-Oriol.

-¿Has visto? ¡Es la llave de la habitación de Lalo! Eso es el destino.

-Sí, es la llave de la habitación de Lalo.

-Vamos allí, a ver si aún huele un poco a su tremenda polla. O a sus huevos.

Ya se levantaba, y Jordi lo contuvo.

-Oriol, tenemos que hablar –intervine-. De hombre a hombre.

-Me temo lo peor. Me vas a decir que esta noche no hay sexo.

-¿Es que no te cansas nunca? –saltó ofendido mi chaval.

-De momento, no. ¿Qué tiene de malo?

-Nada, jefe. Pero esta noche tiene que ser de ternura.

-Bueno. Es lo mismo pero sin clavarla, ¿no?

Ray soltó una carcajada desde la máquina. Si él lo había oído también las otras personas que estaban en la barra. Por fortuna eran franceses.

-Vámonos arriba.

-Luego subo. ¿Dónde estaréis? –preguntó el musculoso.

-En la antigua habitación de tu amante.

El intruso abandonó durante un momento los mandos de la máquina para levantarme un dedo.

Repartidos por la recámara del madrileño nos quedamos mudos. Miramos los muebles y, sin ponernos de acuerdo, respiramos el vacío. La habían limpiado, pero nos parecía encontrar los aromas masculinos del chaval.

-Venga, cuéntame los planes que tienes –solicitó el pequeño son muchas ganas.

-Verás…

Me interrumpió un aviso de SMS. Miré la pantalla. El número no me era conocido. Lo leí. Era de Lalo. Pedía disculpas por no haber llamado, decía que su padre se había puesto borde y que estaba bien y nos echaba de menos. Anuncié la novedad a los cachorros y quisieron leer personalmente el mensaje.

-¿De quién debe ser este número? ¿De su madre?

-Si su padre se ha puesto borde quizá le ha retirado el suyo.

-Es un cabrón –sentenció Oriol-, se tarda más en mandar un mensaje que en llamar.

-¿Y si no tiene ganas de hablar con nosotros? –dudé.

-¡Cómo no va a tener ganas!

-Porque no le gustan las despedidas. Hablar ahora nos pondría a todos seguramente más tristes de lo que estamos.

-Tenemos que hacer que nos invite a su casa.

-Volvamos al tema –protesté-. Bueno, pues Jordi y yo tenemos que pedirte un favor. Nos gustaría disponer de esta última noche para estar solos.

Esperaba algún comentario al estilo de "Cabrones, me queréis echar", pero no llegó. El chavalín se había quedado mudo. Bajó la vista y luego respondió.

-Está bien. Jordi, ¿a qué hora te marchas tú?

-Después de comer. ¿Y tú?

-Creo que por la mañana, temprano-respondió el menor con tristeza-. El puto autobús sale a las 7:30.

-Si no fuera porque en el deportivo no cabéis el equipaje, tú y tu madre… -insinuó Jordi.

-O la puta de mi vieja se podría sacar el carné –concluyó el menor-. Tenemos que ir a Huesca, de Huesca a Lleida y de allí a Barcelona en tren. Vamos a llegar que será ya de noche.

Llamaron a la puerta.

-Oye, jefe, a tu madre le van las pollas un montón, ¿no? –preguntó Ray sin esperar a estar dentro.

-¡Menos que a mí! –respondió el pequeño, recuperando por un momento el sentido del humor.

-Me ha sobado cantidad –continuó el musculoso-. Para hablar no hace falta acercarse tanto, y menos restregarse de esa manera.

-¿Qué te decía?

-Me preguntaba si me quedaba en el hotel. Yo le he dicho que no, que me iba contigo a Andorra. Me ha interrogado sobre los horarios y… sin darme cuenta me ha liado. Total, que ella y este mocoso se vienen con nosotros hasta la Seu, donde pueden coger el autobús de la tarde que va directo a Barcelona.

-¡Cojonudo! Me voy con vosotros.

-Quédate quieto que ahora entiendo por qué eres tan pegajoso. Iremos en dos coches. Vosotros en el de Sóc.

-No, yo quiero ir contigo- y se lanzó de nuevo a abrazar su cintura.

-¡Una polla!

-Jordi, vas a ser el último en abandonar la nave –dijo Oriol.

-Bueno.

Esta palabra había sonado muy triste. Abracé al nadador y le acaricié el vientre suavemente, deslizando ligeramente la mano para rozar las suaves vellosidades nacientes en su pubis.

-Volvamos al tema. Decía que nos vas a dejar solos esta noche. Tú sabes que te queremos un montón, pero esta noche tiene que ser nuestra, ¿vale?

-Ya lo comprendo –el muchacho estaba desconocido-. La putada es que yo tendré que dormir solo en mi cama, y os echaré de menos… A no ser que…

-Conmigo no duermes –replicó Ray abiertamente-. Ni loco.

-Bueno, pues me haré una paja a vuestra salud. No, mejor, tengo unos calzoncillos de Lalo. Los oleré y me pajearé. Me haré cuatro o cinco pajas. Oye, Ray, ¡regálame unos slip usados!

Y así transcurrió la noche. Ray, en mi habitación, con la llave y el cerrojo echados, supongo. Oriol en su cama, dándose caña hasta la saciedad. Y nosotros… abrazados, apretando como si nos faltaran manos, sintiendo el contacto del otro por última vez en mucho tiempo. Hicimos planes para el otoño y para el verano siguiente, aunque no con mucho convencimiento. Jordi ignoraba que su destino estaba lejos, muy lejos, y yo no quería pensar en lo ingrata que es la distancia.

A pesar de que lo pactado era solamente el contacto de pieles, nuestros sexos se alzaban como valientes conquistadores. Jugábamos a no hacerles caso, a ignorar que nuestras bocas se morían por contener carnes ajenas, que nuestros miembros se morían por asediar terrenos pertenecientes a tierras prometidas. Las lenguas, en cambio, perseguían una comunicación integrada por mensajes pretéritos, códigos ancestrales que el amor inventó para ser compartidos.

Rodábamos a veces para buscar un pedazo de piel no usurpada aún. Nos lamíamos, nos acechábamos, nos separábamos una pizca para reencontrarnos y fundirnos en nuevo gesto de hospitalidad recíproca. Así fue cómo arrastré, casi inconscientemente, a Jordi para que se tendiera sobre mi cuerpo, boca arriba igual que yo. Pasé mi pene erecto entre sus piernas y me lo acaricié. Con la otra mano recorrí la exquisita geografía del muchacho, sus anchos músculos pectorales, su estómago fibrado y plano, su ombligo juguetón y refrescante. Con la lengua seguía rutas marcadas en su cuello, rastros que se habían repetido cientos de veces. De vez en cuando recordaba la suavidad de su pelo contrastando con su enmarañamiento disciplinado, y mis dedos se deslizaban entre los pelos buscando dar uniformidad a esa falsa desorganización.

Agarré su miembro y me sorprendió su vigor. Su cabeza descubierta se alzaba desafiante. Mojé mis dedos y le proporcioné un ligero masaje en la punta. Mi lengua y mis labios se confederaban para obtener placeres paralelos. Su espalda firme y esponjosa se deslizaba pacíficamente contra mi pecho. Sus nalgas reposaban tranquilas sobre mis ingles. Los pies se buscaban para que las rodillas y los muslos se encontraran también. Aprecié y adoré la calidez de sus huevos, que contrastaban de ternura contra la férrea hinchazón del miembro. En ese momento se la hubiera comido, pero no hay que abandonarse a los urgentes instintos.

De pronto alzó el trasero y agarró mi polla para conducirla al reino de las profundidades. Entró sin dificultad, entera, certificando la fuerza de la gravedad. Todo el dulzor de las entrañas de mi pequeño me acogía con delirio y casi me empujaba a iniciar la fricción, pero el resto del cuerpo que gozaba del contacto se resistía a abandonar el apareamiento. La mano izquierda seguía una ruta aventurera patinando sobre la piel melosa del niño: del cuello a los pezones, de los pezones al vientre, del vientre al costado, del costado a los muslos y camino de vuelta obligatorio. La derecha masturbaba mansamente el miembro querido, sin las urgencias de los amores ocultos, con el cariño de gozar de una pieza maestra.

Jordi flotaba sobre mi cuerpo, abandonado como en una siesta. Contenía mi estilete, pero no mostraba, de momento, la intención de saborearlo. Ladeó bruscamente la cabeza. Su elasticidad le permitió colocar su lengua a las puertas de mi garganta. Le acaricié el cuello, que me pareció demasiado tenso. Giró la testa hacia el otro lado y repitió la incursión. Saboreé esa lengua impúdica y esos dientes arrebatadoramente perfectos. Y se comenzó a mover. Abandonó mi boca para lanzar un par de gemidos y se lanzó a cabalgar sobre mi polla malintencionada. Compartí los movimientos reiterativos, buscando el recorrido máximo de la cogida. Suspiraba Jordi y yo gemía sobre sus oídos, lamía sus lóbulos y me concentraba en encontrar la armonía del ritmo, el acople perfecto. Cuando parecía que el clímax llamaba a la puerta de nuestros sentidos, parábamos un rato y nos decíamos palabras dulces. Sin salir de mi escondrijo acariciaba su esbelta anatomía con las manos actuando en una danza simétrica. Llegaba hasta los muslos y hacía escala en sus testículos, arrogantes y ardientes. Después llegaba a su pecho y su cuello, y al juntar las manos apretaba como si quisiera estrangularlo, pero él nada temía: sabía que pronto la estrechez se relajaría para dejar paso a una nueva y deliciosa caricia.

Volvíamos a la carga en unos minutos, pero no era una montura salvaje y arrebatada. Era la sabiduría de la madurez, el silencio de la cognición, el reposo de las lenguas fatigadas. Me clavaba en sus entrañas sin ansiedad, sin brusquedad, sin descortesía. Se insinuaba de nuevo la proximidad del evento y huíamos otra vez hacia la tranquilidad, para rescatar más tarde nuevos empeños y revolver obstinadamente perseverancias espontáneas.

Estuvimos enlazados muchas horas. El cansancio no aparecía, aunque sí la inquietud por las tres horas de conducción que me esperaban. Por fortuna, contaría con la colaboración de copilotos que podían velar por mi serenidad. Cuando nos separamos, los besos y las caricias mantuvieron encendida la llama del cariño, pero ambos teníamos un pensamiento compartido, a pesar de la sutileza de nuestro enamoramiento.

-¡Pobre Oriol!

-Es raro que se haya conformado tan fácilmente.

-¿Te imaginas que se hubiera colado y que estuviera aquí, excitado, contemplando nuestras escenas íntimas?

-He tomado todas las precauciones –aclaré-. Tengo las copias de las llaves.

-Seguro que lo ha intentado.

-No lo sé. Si ha habido algún ruido, estaba tan concentrado que no lo he escuchado.

-¿Qué hora es?

-Las cuatro.

-Llevamos cinco horas acostados. Sin parar. ¿Descansamos?

-¿No te gustaría abrazar al pequeño, ahora, entre nosotros?

-Me encantaría.

-Vamos a ver.

Tomé el móvil y llamé al número de su madre. Dejé que sonara tres veces y colgué. No habían pasado dos minutos y se oyeron unos golpes en la puerta.

-¡Abrid, que estoy en bolas!

Era verdad. El pasillo estaba desierto y el chaval no llevaba nada de ropa. Se lanzó sobre Jordi sin pensarlo dos veces.

-¿¡Eh, eh, calma! –reclamaba mi niño.

-¿Cuánto tiempo tenemos? –pregunto el enano.

-Nos levantaremos hacia las nueve.

-Bueno, yo me voy a las ocho. Mi madre ha puesto el despertador a las ocho y media.

-Muy bien.

-Y ya tengo pensado lo que haremos.

-Nada de sexo –exigió Jordi-; sólo ternura.

-Digamos que sexo tierno, o ternura sexual.

-A ver qué propones.

-Vosotros abrazaros como si fuerais amantes. Yo me escurro en medio… y ya está.

Su pequeño cuerpo no ofrecía impedimento para que mis brazos alcanzaran el pecho de mi amante. Echados de perfil, los tres nos restregábamos con serenidad sincera, conscientes sin embargo de que la excitación no tardaría en llegar. Mi sexo blando rozaba las piernas de Oriol, y mis labios se cuidaban de saborear su tierno pescuezo. Él, extrañamente sosegado, hacía lo mismo sobre la suave piel de Jordi, siguiendo con sus manos rutas por el tórax del nadador, chocando con las mías de vez en cuando. Estando así se nos ocurrieron algunos temas de conversación que afianzaron la ternura que respirábamos, pero se hacía tarde y debíamos dormir por lo menos algunas horas. Cuando el sueño nos vencía el Jefe se deslizó un poco más abajo, animando con la mano a que mi polla entrara en él. Fue sutil y delicado, amoroso y sensible. Mi miembro respondió a la provocación con una dureza inesperada. Un cuchicheo nos informó de la situación: una doble follada. El culo de Jordi había retrocedido y se disponía a ser receptivo. Nos encontrábamos nuevamente a las puertas del placer.

Armonizar los ritmos no es fácil, y más teniendo en cuenta la heterogeneidad de los ejecutantes, sobretodo en lo que se refiere a la masa corporal. Si yo quería meterla a fondo el empuje llegaba hasta Jordi, pero en el retorno la polla del enano abandonaba las tenues estancias y debía clavarse de nuevo. No siempre acertaba en el nuevo brío, así que tuve que ser menos ambicioso y conformarme en meterla a medias. Sin demasiado esfuerzo conseguimos compenetrarnos y sentir en profundidad el abanico de sensaciones que nos prodigaban los rozamientos. Poco tardamos en perdernos en el cosmos lejano y exótico de la culminación, jadeantes y extenuados, pero casi felices. Nuestra amistad trascendental y penetrante quedaba rotundamente rubricada, pero la distancia se interponía pocos pasos adelante, inciertamente amenazadora.

Nos refrescamos un poco y nos dispusimos a dormir, Oriol boca arriba repartiendo besos a un lado y a otro, contrastando alguna risa contenida con algún sollozo discreto, en medio de una conversación de susurros y caricias.

-¡Mi madre! –fueron las palabras que me rescataron del sueño.

Miré el reloj y pegué un salto. ¡Las nueve! ¡La madre de Oriol ya debía haber echado en falta a su hijito del alma!

-¡Mi madre me mata! –resoplaba el chaval-. ¿Cómo regreso yo a la habitación? ¡No tengo ropa!

A esa hora los pasillos del hotel ya debían estar concurridos. Intentar llegar sin ser visto era una estupidez. Además la habitación de Oriol se encontraba en otro piso, el recorrido era largo.

-¡Ponte mi ropa, tonto! –bostezó Jordi.

-¿Y tú, qué te vas a poner? ¿Tienes el equipaje aquí?

-Yo me podré una camiseta de Sóc, como tú el día que regresamos de la acampada.

-Eres un cabrón. Yo quiero verte el culo por el corredor.

-Tú tienes que largarte –me interpuse-. Tu madre debe estar haciendo la maleta y ya se debe haber dado cuenta de que no llevas ropa. Si se imagina que si hijo deambula por las noches sin ropa…

-Eso, le digo que soy sonámbulo y que me he despertado en el jardín…

-Invéntate una excusa más convincente. Dile que te has despertado temprano y que has salido a despedirte…

En el momento en que el pequeño salió de la recámara, Jordi se echó a mis brazos y nos fundimos en un beso largo y confortante. Cuando nos separamos noté humedad en sus mejillas, pero se giró bruscamente. No quería que lo viera llorar. Lo agarré por detrás, acaricié su cabello y besé su cuello. No dijimos nada. No hacía falta. Entonces unas gotas dispersas se escurrieron por su espalda.

La expedición estaba en formación en el aparcamiento del hotel: los dos coches en batería, las maletas cargadas en los vehículos, Oriol alborotando y metiéndose con Ray… Los padres del nadador habían acudido a la despedida. Fueron realmente amables y me pidieron explícitamente que no perdiera el contacto con su hijo. Me invitaron a visitar su casa, creo que sinceramente, una vez terminado el verano. Su hijo tenía la mirada perdida en algún rincón del suelo. Le di la mano para atraerlo y abrazarlo efusivamente. Sus padres sonreían. Ray, que lucía una indumentaria que resaltaba su musculatura, le dio la mano y le tocó amistosamente el bíceps izquierdo.

-La próxima vez que te vea quiero ahí más músculo, ¿vale, macho?

El muchacho sonrió, pero pronto volvió la vista hacia el suelo.

Ray salió disparado con su bólido. Yo esperé que montaran mis dos pasajeros y le lancé una última mirada tierna a Jordi. Los ojos se me nublaron bajo las gafas de sol. Un gesto, un pensamiento. Abordé el acceso a la carretera mirando por el retrovisor. Allí estaba él, petrificado, mirando al suelo. Sus padres habían desaparecido.

Oriol pasó el primer tramo del trayecto cantando. Su repertorio era extensísimo, y aunque comenzó con alegres canciones de jóvenes, terminó interpretando las piezas que habían configurado nuestro concierto. Aproveché para parlamentar nuevamente con su madre para recomendarle unas clases de música. La charla fue amena, y el pequeño calló para escuchar atentamente mis alabanzas y las reticencias de su madre. Paramos diez minutos para tomar un café y luego seguimos. Pensé que el chaval se había dormido, puesto que no lo veía por el retrovisor interno. Una manita recorriendo mi vientre y bajando atrevidamente me informó de la situación. Lo tomé como un juego primero, pero cuando buscó mi cremallera para bajarla le pegué un manotazo discreto. Lejos de rendirse, repitió las incursiones hasta que consiguió certificar mi erección. Su madre contemplaba el paisaje distraídamente. Lalo me había dejado casi sin música, así que no esperaba disponer de demasiada variedad para entretener al pequeño e impedir que continuara excitándome. Dediqué unos pensamientos al madrileño y a mi Jordi. Los imaginé jugando y sonriendo, olvidados ya los días que habíamos pasado juntos. Toqué el botón. Sonó un recopilatorio de Queen, nada más apropiado para la ocasión:

"Too much love will kill you
If you can't make up your mind
Torn between the lover
And the love you leave behind
You're headed for disaster
'cos you never read the signs
Too much love will kill you
Every time"

La mano seguía recortando la forma de mi polla. Abandonó el recorrido al llegar a los huevos para reaparecer en el elástico de los pantalones que calzaba esa mañana. Penetró con habilidad bajo la tela y palpó la humedad de mi capullo. Desapareció de improviso, pero no me costó demasiado imaginar que se había llevado el sabor de los líquidos preseminales a la boca. Era un pequeño cerdote. Pronto volvería a la carga.

En Pont de Suert hicimos una parada técnica. Ray nos esperaba en un bar de la carretera. Su coche nos había anunciado su posición. Algunos chiquillos merodeaban alrededor del vehículo, disfrutando de los detalles. Pensé si pedirle prestado el carro a mi musculoso amigo, si es que se confirmaba que atraía tanto a los jóvenes. Tomamos unos refrescos y nos relajamos un rato. La madre del enano comenzó a explicar historias de su vida de casada, y de cómo era de duro criar a un renacuajo como el suyo desde que murió su marido. Oriol desapareció nada más intuir el tema y Ray también me dejó en la estacada. Yo resolví la situación animando a la pobre mujer para que contara conmigo para las vacaciones de su hijo durante los años venideros. No pude evitar imaginarme al Jefe con quince o dieciséis años, con su cuerpo despampanante, su cabellera rubia y sus ojos azules incitando al personal. Me relamí conscientemente.

Cuando salimos, Oriol había convencido a Ray para que le dejara acompañarle. Sólo faltaba el permiso materno. La mujer lo pensó un rato sin decir nada, el rato que yo necesité para lanzar una mirada suplicante al culturista, que él entendió perfectamente.

-Mire, señora, hace años aprendí de Sóc algo importante: cuando conduces con niños como pasajeros debes extremar las precauciones y moderar estrictamente la velocidad. No llevaremos prisa.

De esta forma la señora pudo amenizar con sus charlas interminables el tramo de carretera sinuosa y desmantelada que tocaba hasta Pobla de Segur. Esperaba encontrar allí el llamativo vehículo de mi amigo, pero por lo visto había seguido hasta Sort. Eran casi las doce. En la gasolinera que se encuentra en la carretera de La Seu nos tropezamos. Él ya había repostado, y no esperó que yo lo hiciera para reemprender la marcha. Casi eché de menos la mano de Oriol recorriendo mi paquete durante el último tramo, que se me hizo interminable. Llegados a la ciudad, buscamos la parada del autobús que lleva a Barcelona. Allí nos esperaba una nueva despedida, pero el muchachito no estaba triste. Sonreía y se tocaba el bolsillo donde llevaba el teléfono móvil que le había regalado la tarde anterior. Era un secreto entre nosotros. Su madre jamás debía saber que tenía una vía directa de comunicación conmigo. Dado el carácter represivo que había mostrado en tantas ocasiones, en la vida hubiera permitido que su hijo dispusiera de tal lujo. Como era de esperar, resultó tan cursi como la mayoría de las madres:

-¿No le vas a dar un beso a Sócrates?

El enano se lanzó a mis brazos y tuve que agarrarle del culo para que no resbalara. Me propinó un sonoro beso en cada mejilla, pero aprovechando que su madre estaba en un ángulo donde no podía verle el rostro, pasó de un lado a otro con la lengua fuera, dejándome una humedad que despertó sensaciones en mis apéndices. Sin secarme, estreché la mano de la señora y me preparé para la última despedida. Los ojos del rubito desprendían un brillo especial cuando desde la ventanilla me saludó. Sonreía. No sabía muy bien por qué, pero no me cabía duda alguna de que cuando llegara a su casa se encerraría en el baño y me llamaría.

La sonrisa cristalina del delicioso niño no compensaba mi inmenso vacío. Afortunadamente contaba con el apoyo de un amigo que podía ayudar a que resultara más llevadera la bajada de ese estado de euforia extraordinaria que había presidido mi estado de ánimo en los últimos treinta días. Noté el brazo de Ray sobre mi hombro.

-Bueno, por fin podré tenerte sólo para mí –comentó mordazmente.

Diez años de mi vida cruzaron a toda velocidad por mi mente: la adolescencia de Ray, la dedicación que solicitaba, sus mentirijillas inocentes, sus obsesiones de niño mimado, su crecimiento progresivo, su cuerpo desafiante que cada vez que abrazaba encontraba más grande, su polla grande y recta que nunca había dejado de saborear, sus provocativas caricias, ese culo en el que sólo me dejaba entrar en contados casos… Estar con Ray podía ser un buen consuelo, ahora que parecía un hombre entregado a disfrutar de la amistad en igualdad de condiciones.

Los típicos atascos nos recordaron que estábamos en Andorra. Ya ara tarde cuando llegamos a un restaurante bastante vulgar. Yo estaba poco comunicativo, reservando casi exclusivamente mis pensamientos para los muchachos. El culturista creyó que podía distraerme sacando a relucir viejas historias llenas de comicidad de nuestro pasado común, aventuras que fácilmente atraían las carcajadas. Fue una buena terapia por un rato, pero luego la melancolía me envolvió de forma inevitable. Mi amigo respetó mi estado y guardó silencio. Decidí acompañar el café con un licor digestivo y él me imitó. Pero un comentario desafortunado e imprevisto se clavó como una lanza en mi corazón.

-Eso que haces de liarte con chavales puede resultar muy peligroso.

No respondí. Lo miré a los ojos, esos ojos cálidos y amables, color miel, que me amonestaban inexplicablemente. Él continuó:

-No es normal, no puede ser normal.

Ray jamás se había mostrado arrepentido de su antigua relación conmigo, por lo que yo había imaginado que comprendía que la situación se pudiera repetir con otros chicos. Me chocaban esos reproches fuera de lugar. Pero él seguía insistiendo:

-Lo de Lalo, mira, él es como yo, más maduro de lo que corresponde a su edad, y puedo medio entenderlo: un desliz, las circunstancias… Es fácil caer cuando te sientes encumbrado, cuando ves que hay alguien dispuesto a entregarse a ti, que te inspira confianza y te apoya… Bueno, ya se le pasará.

Se hizo un silencio sospechoso pero transparentemente provisional. Y las recriminaciones continuaron:

-Pero Jordi, un chaval del todo inocente, y ese pequeño… eso tiene que ser una perversión.

-¿Serviría de algo que te dijera que Oriol fue quien comenzó el contacto explícitamente sexual? –corté.

-¿A su edad? Se ve a la legua que le has enseñado todo lo que sabe.

-Ray, me alucina que tú me digas esto. Tú que conoces perfectamente mi trayectoria, mis estrategias, mis aficiones, mis sueños, mis frustraciones. Tú que has disfrutado de mi cariño intenso y entregado sin esperar mas que algunas caricias de tu parte, sin ver plenamente consumado lo que se espera que sea el amor entre hombres. ¿Debo entender que rechazas todo lo que hemos vivido durante diez años? ¿Debo entender que tus abrazos eran postizos? ¿Qué tus estancias a mi lado eran forzadas? ¿Acaso te obligué siquiera una vez a estar conmigo, a seguir a mi lado, a compartir una amistad que se iba fraguando gesto a gesto, año tras año?

Él no respondía. Jugaba con los vasos y tenía la mirada perdida. No alzó la vista para continuar sus reprensiones:

-No es normal que un chico de esa edad mantenga relaciones con esa naturalidad.

-¿Insinúas que lo he pervertido? ¿Así, deliberadamente?

-Sí.

-¿Y lo que has visto estos días, precisamente esa naturalidad, esa ausencia de presión, esa libertad absoluta con que todos nos comportábamos cuando estábamos juntos, no te dice lo contrario?

-No.

-¿Ni la libertad de que tú gozabas durante meses y años, a mi lado?

-Yo podía haberte hundido.

El comentario fue como una puñalada. No podía dar crédito a mis oídos. Ray nunca me había increpado por quererle. Vivíamos a quinientos quilómetros de distancia. En diez años, una sola vez estuve en su casa. Él, en cambio, había pasado largas temporadas en la mía, a veces veranos enteros. Siempre había acudido voluntariamente. Capté el tono de amargura en mi voz cuando le pregunté.

-¿Por qué no lo hiciste?

Tardó en responder.

-No lo sé. Supongo que te apreciaba. Necesitaba tu apoyo.

-Déjame que te recuerde que tus padres pasaban de ti, que en el cole te tenían por loco, que no tenías amigos, que eras un adolescente complicado… En fin, que sólo podías contar conmigo.

-Por eso mismo. Supiste captar mis carencias y darme lo que me faltaba. Así me tenías pillado. Como a Oriol.

-¿Eso crees?

-Sí. A él le falta la referencia de un adulto masculino. Tú puedes llenar ese hueco, pero eso no te da derecho a acostarte con él.

-¿Aunque él quiera vivir ese extremo? ¿Aunque reclame a gritos que lo abraces, que lo beses, que le des placer?

-Se ha visto arrastrado a ello. Ese clima de confianza que tú sabes generar tan bien… arrastra a cualquiera. No tiene defensas.

-El otro día no decías lo mismo cuando les contabas a los chavales cómo comenzó nuestra relación. Tal cómo lo describías, me sentí orgulloso de haber ocupado ese espacio en tu vida, de haber sido importante para ti en una etapa difícil.

-No sé…

-¿Mentías entonces o mientes ahora?

-No sé… Tengo mucho que agradecerte, pero… me gustaría que sólo hubiéramos sido amigos… sin sexo…

-Reniegas del sexo… ¿Incluso de la muchas veces que me has utilizado para proporcionarte placer?

-Tú también has disfrutado.

-No siempre. Muchas veces me he sentido un simple objeto para tu autoafirmación, para tu complacencia. Y lo hemos comentado. Incluso me llegaste a pedir perdón.

-Pero yo te hablo de Oriol, eso no es bueno. Debes dejarlo, no engañarlo…

-No sabes lo equivocado que estás. No sabes la capacidad de provocación que encierra el chaval y…

-Eso tiene que ser una enfermedad. ¡Y tú no eres precisamente una vacuna!

-Soy un virus que agrava los síntomas, ¿no?

-Mmmm, sí.

Me levanté y fui a pagar la cuenta. Mientras esperaba el ticket observaba los fuertes brazos de aquél ser que de repente se había alejado a millones de quilómetros. Veía su pecho esbelto sobre el que me había recostado cientos de veces, veía sus fuertes muslos y su regazo, su deseado paquete que me había obsesionado durante años, esos labios que me habían besado y ahora me insultaban, ese pelo que había acariciado… estaba bellísimo, quizá más bello que nunca.

Hubiera entregado mi vida a cambio de una sonrisa y del simple comentario: "es todo mentira, tonto". Pero él seguía allí, mirando estúpidamente hacia la mesa. Me acerqué y le dije, casi sin detenerme:

-Que te vaya bien.

-¿Te vas?

Alzó la mirada sólo un instante. Sus ojos ya no eran color miel, sino color lejanía; su voz ya no sonaba firme y transparente, sino distante y callada.

Cuando llegué al túnel del Cadí yo llevaba mucho tiempo encerrado en otro túnel, apagado el ánimo y acuchillada la esperanza… Mi mundo se resquebrajaba, y aunque pretendía conducir mis pensamientos hacia la dulzura de Jordi, la seguridad de Lalo o la picardía de Oriol, lo que más pesaba era esa extraña discusión que acababa de vivir. Germán me llamó, pero dejé que el teléfono sonara y sonara. La vista nublada, la carretera era una cañada por la que me deslizaba mecánicamente. No podía asumir que diez años se esfumaran en diez minutos.

Cuando llegaba a Berga se me hizo la luz, las lágrimas se secaron y me retornó la autoestima. Intuía que muy pronto recibiría una llamada que lo cambiaría todo.

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